En Xico, Veracruz, hay historias que no mueren. Algunas se cuentan entre café y pan dulce, otras entre risas de niños y el aroma de incienso. Pero hay una en particular que cada año revive con fuerza, color, y un poco de misterio: la leyenda del Toro de Petate, el espíritu festivo que corre entre la fe, el miedo y la memoria colectiva.
La historia se remonta a los tiempos en que los campos xiqueños estaban en plena siembra. Según los viejos del pueblo, un enorme toro negro comenzó a aparecer entre las milpas y cafetales, destruyendo cultivos, tumbando cercos y asustando al ganado. Pero lo extraño no era solo su tamaño descomunal o su fuerza sobrenatural, sino su mirada: roja como brasas encendidas, fija y penetrante como si estuviera hecha para maldecir.
Los campesinos intentaron cazarlo, domarlo, expulsarlo… pero nadie podía con él. Los caballos se espantaban, los perros no ladraban, y los hombres regresaban temblando. Hasta que una anciana del pueblo —de esas sabias que no salen en las enciclopedias— propuso una solución que rayaba entre la fe y la brujería.
“Ese toro no es de carne ni hueso —dijo—. Es espíritu de alguien que no descansa. Hay que atraparlo con lo que viene de la tierra misma.”
Y fue así como tejieron un gran petate con hojas de palma del cerro del Acatepetl. La anciana lo bendijo con rezos y copal, y durante una noche sin luna, se aventuraron al campo. Al encontrar al toro, colocaron el petate en su camino. Cuenta la leyenda que el animal, al pisarlo, quedó inmovilizado como si el suelo lo absorbiera. Rugió, relinchó y desapareció. Solo quedó el petate, chamuscado por los bordes, como si el fuego del infierno lo hubiese tocado.
Desde entonces, cada año, durante las fiestas de Santa María Magdalena, el Toro de Petate vuelve a las calles del pueblo. Pero esta vez no como amenaza, sino como símbolo. Una gran estructura de petate, con cuernos de madera y cuerpo colorido, recorre las calles danzando, brincando, asustando —a veces— a los más pequeños, pero arrancando risas y aplausos a todos. Lo lleva en hombros un joven valiente del pueblo, quien representa a la juventud que no olvida sus raíces.
Una leyenda que se volvió identidad
El Toro de Petate ya no vive en los campos. Vive en la memoria, en la danza, en la celebración. Es parte del alma xiqueña. Es la mezcla perfecta entre el pasado mágico y el presente festivo. Cada año, el toro corre. Pero esta vez, lo hace con música, con cohetes, con orgullo.
Y así, Xico no solo celebra a su santa patrona, sino que recuerda, entre cada paso y grito, que aquí las leyendas no se mueren: se bailan.